suele ser
domingo
y el reloj
sigue parado sobre una mesa verde.
Una mesa verde
que apoya los sueños
y las plumas
de alas rotas.
A veces, y
solo a veces,
me da por
suicidarme
y me ahogo
entre el humo de un cigarrillo
que no sabe a
nada
pero rellena
vacíos de 24 horas,
que es un día.
Esos días
preparo la cena para dos,
y hago la cama
para uno.
Rompo los
recuerdos en dos,
o más.
Limpio el
polvo de las estanterías,
y de la cama.
Las gotas de
los cristales,
y de las
mejillas.
Vacío el
corazón de latidos.
Los domingos,
algunos
domingos,
me da por
imaginarme las calles que hemos pasado juntas
o, peor,
las calles que
no pasaremos.
Me da por
buscar tu nombre entre apuntes,
me da por
recordar tu cara,
que he
olvidado.
Me da por
escuchar tu voz
en el eco de
la habitación.
Y las paredes
se retuercen y me preguntan
¿porqué?
Hay veces que
me suicido con palabras
que cortan
como cuchillos,
o, peor,
que no cortan
pero desgarran,
y me dejan ver
las entrañas llenas de humo amarillo.
Parto mi alma
en dos de esta manera,
esperando que
entres
y esta vez, sí,
vengas a quedarte.
Te imagino
bordeando la nostalgia,
reparando en
las huellas que creo haber dejado,
cosiendo el
domingo a base de telarañas.
Caminando los
silencios que nos han separado.
Buscando mi
nombre en internet,
navegando y
naufragando.
Algunos
domingos me da por suicidarme
y entonces me
pregunto
¿que
día es hoy?
Esos domingos que pesan como años, como díría Andrés Suárez. Una vez leí que personas así viven (vivimos) en un domingo constante, dejando para mañana lo que pueden hacer hoy, como el olvido por ejemplo. Muchas veces lo mejor es cambiar de paredes (preguntan demasiado), hacer muda de la piel y dejar el corazón olvidado hasta que alguien nos lo recuerde.
ResponderEliminarO nos haga ver que se pueden hacer más cosas con él a parte de rompérnoslo.